Luna
El regreso al territorio fue silencioso. Mis heridas físicas habían sanado con una rapidez sobrenatural, pero las cicatrices invisibles permanecían. Vladislav caminaba a mi lado, su presencia imponente y, sin embargo, extrañamente reconfortante. Ninguno mencionó lo ocurrido en el bosque, ese momento en que nuestras sangres se mezclaron, en que su vida fluyó dentro de mí y la mía dentro de él.
Desde entonces, algo había cambiado. Lo sentía como una corriente eléctrica bajo mi piel, un hilo invisible que tiraba de mí hacia él incluso cuando estábamos en extremos opuestos del castillo. Y por las noches... por las noches era peor.
Cada vez que cerraba los ojos, él estaba allí. No eran simples sueños; eran demasiado vívidos, demasiado reales. Podía sentir su aliento en mi cuello, sus manos recorriendo mi cuerpo, sus labios sobre los míos. Despertaba jadeando, con el corazón desbocado y una sensación de vacío cuando comprobaba que estaba sola.
—¿Has dormido bien? —me preguntó Elara una