Vladislav
La noche se extendía como un manto de terciopelo negro sobre el castillo. Desde mi ventana, observaba las estrellas titilantes, tan lejanas e indiferentes a mi tormento como yo debería ser a los sentimientos humanos. Sin embargo, aquí estaba, el gran Vladislav Vasiliev, atormentado por sueños que no me pertenecían.
Cerré los ojos y ahí estaba ella otra vez. Luna. Su presencia se había convertido en una constante en mi mente, como un eco que se niega a desvanecerse. Podía sentir su dolor atravesándome como dagas de plata, su rabia ardiendo en mi pecho como si fuera mía, su confusión enredándose con la mía propia hasta que ya no sabía dónde terminaban mis pensamientos y comenzaban los suyos.
El vínculo. Ese maldito vínculo que nunca debió existir.
Lancé la copa de sangre contra la pared, observando cómo el líquido carmesí se deslizaba como lágrimas por la piedra antigua. La habitación olía a hierro y desesperación.
—Estás haciendo un berrinche digno de un neófito —dijo una voz