El estruendo del club era una burbuja ajena. En su rincón de penumbra y neón parpadeante, Ivanka mantenía el abrazo, sus dedos aún enterrados en el cabello oscuro y desordenado de Gabrielle Lombardi. La música era un latido sordo en sus cuerpos, la multitud un borrón de colores y sombras. Él había dejado de resistirse, hundido en esa calidez inesperada, en el ritmo lento y mecánico de sus caricias. Un susurro escapó de sus labios, apenas audible sobre la percusión que vibraba en el suelo:
— Creo que tengo un don para los niños rotos.
Gabrielle rió, una vibración leve contra el cuero negro de su vestido, un sonido que era más aire que alegría.
— ¿Tú crees? — murmuró, su voz amortiguada por la tela.
— Sí — respondió Ivanka, simple, definitiva. Su mente trazó una línea invisible, dolorosa, hacia otro hombre de ojos verdes y cicatrices profundas. Otro niño roto, perdido en la ira y el deber. Gianni. Que solo quería... ser comprendido. La punzada fue aguda, un recordatorio del abismo que h