El estruendo del club se amortiguó tras la pesada puerta metálica de emergencia, reemplazado por el eco cavernoso de sus propios pasos precipitados en las escaleras de concreto. El aire olía a humedad, óxido y el sudor frío del miedo. Ivanka corría tras Gabrielle Lombardi, el vestido de cuero negro rasgándose levemente contra el barandal, sus tacones altos un obstáculo maldito en la huida descendente. La adrenalina agriaba su boca, mezclándose con el sabor residual del martini y la pastilla morada que intentaba mantener a raya los temblores. Detrás, los pasos resonaban como martillos sobre el metal de los peldaños: cercanos, implacables. Cuatro pares, pesados, profesionales.
Gabrielle la agarró del brazo, tirándola hacia un hueco formado por una gruesa columna de soporte cerca de la base de un tramo. El espacio era estrecho, apenas suficiente para ocultarlos. Se aplastaron contra el frío hormigón, jadeando, los corazones martillando contra las costillas como pájaros enjaulados. Los pa