El estudio del Pakhan olía a cuero viejo, humo de puro caro y poder absoluto. Viktor Volkov, el heredero, giraba lentamente el vaso de vodka helado entre sus dedos, observando los diamantes del líquido claro a la luz de la lámpara de araña. Su madre, Sasha, ocupaba el sofá opuesto, un torbellino de seda negra y palabras afiladas. Hablaba sin pausa, como si llevara meses acumulando reproches y estrategias: los negocios en Budapest, el desafío de los Urales, la debilidad percibida de ciertos brigadiers, las decisiones de Viktor durante su ausencia en Washington. Su voz era un martilleo constante, un intento de reafirmar su dominio sobre el hijo que, ahora retornado, encarnaba el futuro que ella temía perder.
Viktor escuchaba, su rostro un espejo sereno que reflejaba poco. Tomó un sorbo largo de vodka, el fuego descendiendo por su garganta como una afirmación silenciosa. Cuando Sasha hizo una pausa para respirar, clavó sus ojos azules, idénticos a los de Ivanka, pero cargados de una calm