La conciencia regresó a Gianni Giorgetti como una cuchilla fría deslizándose entre las costillas. No fue un despertar gradual, sino una inmersión instantánea en la alerta. Sus ojos verdes se abrieron en la penumbra absoluta de la habitación, las pesadas cortinas de terciopelo azul oscuro sellando la luz exterior. La cama era enorme, blanda, ajena. El aire olía a jazmín negro, a lino caro y a un débil rastro de antiséptico y sangre bajo el perfume de ella.
Se sentó al borde de la cama con la fluidez silenciosa de un felino, ignorando el dolor sordo que protestaba en su espalda vendada. Sus sentidos escanearon el ambiente: el lujo gélido, la amplitud, la sensación de espacio controlado pero ajeno. Elegancia gélida, lujo discreto pero abrumador. La suite de la Koroleva.
Su mirada se detuvo en la figura dormida en el sofá. Ivanka. Había arrastrado el mueble pesado hasta bloquear las grandes puertas dobles, convirtiéndolo en un escudo improvisado, una barrera física contra el mundo exterio