El apartamento de Robert, antes un santuario, se había convertido en una jaula de oro para Jade.
El silencio, tras el portazo de Robert, era un yunque sobre su cabeza. Su cuerpo, sin embargo, no conocía la calma. La furia y el abandono de Robert, sumados a la imagen de Hywell Phoenix en el club, habían encendido en ella una necesidad cruda, casi animal.
No era un deseo tierno o dulce, sino una urgencia salvaje, una sed de olvido a través del tacto. Quería apagar el fuego que la consumía, acallar las voces en su cabeza, la confusión, el miedo, y en su desesperación, solo una cosa le parecía capaz de silenciarlo todo: el sexo. Todo el resto la hacía pensar, y no quería pensar.
Se movía por la sala de estar, la seda de su camisón rozando su piel como una burla.
El recuerdo del club, de los cuerpos entrelazados, de la forma en que Hywell la había mirado, ardía en su memoria. Era una herida abierta que se negaba a cerrar, y lo único que conocía para amortiguar el dolor era la embriaguez de