De pronto, una lluvia de disparos arremete contra los autos que nos siguen con una puntería escalofriante que me recuerda a mi Gerónimo.
—Ja, ja, ja, son mis compañeros. ¡Estamos a salvo, señora! —dice aliviado Mateo, viendo cómo los autos se detienen. —¿Señora, está bien? Asiento con la cabeza, enderezándome en lo que entramos al poblado. Mateo me señala a los cuatro Manos Negras listos, posicionados en la terraza del hotel con armas de largo alcance, esperando nuestro ingreso. El sonido de sus armas al disparar genera un eco ensordecedor, y el vehículo que nos sigue de más cerca pierde el control y se sale del camino. —Le dije que llegaríamos —dice Mateo con un tono frío y directo. —Tenemos que seguir. ¿Necesita ir al baño? —No, no, prefiero seguir al encuentro de papá.