El amanecer en la ciudad no parecía diferente al de cualquier otro día: el cielo teñido de un gris pálido, las nubes pesadas que se movían lentamente hacia el horizonte, y un silencio que parecía contener algo más que calma, como si se tratara de la pausa antes de un nuevo estallido. Pero para Emma, esa mañana tenía otro sabor.
Despertó en la cama estrecha del apartamento seguro, arropada por la calidez del cuerpo de Alejandro. El calor de su pecho, el peso de su brazo rodeando su cintura, y el sonido acompasado de su respiración eran la única muralla contra el mundo hostil que seguía acechándolos. Durante un instante, cerró los ojos y fingió que todo aquello era real, que no existían Salvatierra, ni persecuciones, ni huellas de dolor. Solo ellos, como si el universo se hubiera reducido a ese espacio mínimo donde cabía la esperanza.
Movió la cabeza apenas, apoyando la mejilla contra el corazón de Alejandro. Cada latido fuerte y constante le recordaba que él estaba vivo, que no lo habí