La madrugada se sentía distinta, como si el aire hubiese sido arrancado de un mundo distinto y devuelto en forma de alivio. Después de horas en la penumbra del ducto, el callejón silencioso en el que habían emergido parecía un milagro. Emma respiraba profundamente, como si cada bocanada fuese una confirmación de que seguía viva, de que no todo estaba perdido.
Alejandro permanecía a su lado, la mano de él atrapando la suya con tanta fuerza que parecía temer que, si la soltaba, ella desapareciera.
—Estamos fuera —susurró, casi como si hablara consigo mismo.
Emma se apoyó en su pecho, buscando los latidos firmes que siempre habían sido su refugio. Cerró los ojos y dejó que el sonido la envolviera, olvidando por unos segundos el olor a pólvora, el eco de los gritos, las sombras de la persecución.
Lucía, exhausta, se dejó caer contra la pared del callejón. Clara y Mateo la rodeaban, atentos a cada movimiento, como si la fragilidad de su cuerpo fuese un recordatorio de lo que habían logrado