El amanecer entraba por las rendijas de la cabaña, filtrándose en rayos dorados que pintaban el polvo suspendido en el aire. Afuera, el canto de los pájaros parecía burlarse del cansancio que pesaba sobre cada uno de ellos. Emma abrió los ojos primero, aún arropada en los brazos de Alejandro, y por unos segundos se permitió creer que aquel amanecer podía significar un nuevo comienzo.
Lo observó en silencio. Dormía profundamente, la expresión relajada por primera vez en mucho tiempo. Su respiración pausada la llenó de calma. Lo besó en la mejilla y se incorporó con suavidad, procurando no despertarlo. Sentía la necesidad de moverse, de hacer algo para distraer la avalancha de pensamientos que amenazaba con abrumarla.
En la cocina improvisada de la cabaña, Lucía estaba sentada con una taza de té humeante entre las manos. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con un destello firme, casi desafiante. Emma se sorprendió al verla despierta.
—No pude dormir —admitió Lucía al notar su presencia