El amanecer llegó sin pedir permiso, filtrándose entre las cortinas del apartamento como una intromisión que ninguno de los dos deseaba. Emma abrió los ojos lentamente, aún envuelta en los brazos de Alejandro, con la piel marcada por la intensidad de la noche anterior. Sus cuerpos seguían entrelazados, y por un instante, se permitió creer que el mundo afuera no existía, que el peligro había desaparecido y que todo lo que quedaba era ese calor compartido, ese refugio que habían construido juntos.
Alejandro dormía todavía, pero su respiración no era tranquila: había un rastro de inquietud en cada movimiento de su pecho, en la tensión apenas disimulada de su mandíbula. Emma lo observó en silencio, con ternura y con miedo. Sabía que él estaba en guerra consigo mismo, que la mención de Lucía había abierto una herida demasiado grande, y que esa obsesión lo estaba consumiendo más rápido de lo que podía admitir.
No quiso despertarlo. En cambio, se levantó despacio y caminó hacia la sala, dond