El apartamento parecía un santuario frágil, una fortaleza improvisada que apenas lograba contener el peso de las amenazas que los acechaban. Emma había despertado temprano aquella mañana, con la sensación incómoda de que algo había cambiado en Alejandro. Lo había notado desde la noche anterior: la forma en que evitaba sostenerle la mirada demasiado tiempo, las manos que solían buscar las suyas ahora se mantenían ocupadas, el silencio que parecía llenarse de secretos.
Él estaba en la cocina, recostado contra la encimera, con una taza de café entre las manos. Sus ojos, fijos en algún punto invisible, parecían sumidos en un dilema del que no podía escapar. Emma se detuvo en la puerta, observándolo en silencio. Durante meses lo había visto enfrentarse a enemigos, a balas, a traiciones, y