El ambiente en el castillo parecía haber cambiado tras la confrontación con Isabela. Aunque la mujer seguía allí, sus pasos se volvían menos frecuentes y sus palabras más envenenadas, como si planeara en silencio su siguiente movimiento. Sin embargo, Emma había aprendido a dejar de mirarla de frente; ahora su atención estaba puesta en Daniel… y en Alejandro.
La promesa de él de mantenerla a salvo seguía latiendo en su mente como un eco constante. Era extraño. Nunca nadie la había defendido de esa manera. En el orfanato, las promesas eran huecas, dichas con la misma facilidad con la que se borraban los castigos. Pero aquella vez, cuando Alejandro la enfrentó a Isabela, había sentido algo distinto: firmeza, convicción. Una certeza que la envolvía como una manta en invierno.
Las mañanas se llenaron de rutina. Emma llevaba a Daniel al jardín después del desayuno. El niño parecía más alegre cada día, como si el simple hecho de compartir con ella lo rescatara poco a poco de sus sombras. Jun