El ambiente en el castillo se había vuelto espeso desde el regreso de Daniel. Aunque el niño se recuperaba poco a poco, la atmósfera ya no era la misma. La presencia de Isabela lo alteraba todo: sus pasos resonaban en los pasillos como un recordatorio constante de que Emma no pertenecía allí, de que era una intrusa que ocupaba un lugar indebido.
Emma lo sentía en cada mirada, en cada palabra sutilmente cargada de veneno. Aun así, trataba de concentrarse en Daniel. Esa mañana lo había llevado al jardín, donde las primeras flores que ella misma había plantado se abrían al sol. El niño reía tímidamente mientras perseguía una mariposa, y por un instante Emma pensó que podía olvidarse de todo lo demás.
Hasta que la voz de Isabela irrumpió, fría y venenosa, como una serpiente.
—Vaya, qué cuadro tan tierno —dijo desde la escalinata que daba al patio—. La fugitiva jugando a ser madre.
Emma se giró de golpe, con el rostro encendido. Daniel, al sentir la tensión, corrió hacia ella y se aferró a