Casa Esperanza respiraba calma esa tarde.
Era uno de esos días donde la rutina parecía un bálsamo después de tanta tormenta: los niños jugaban en el jardín, Nora preparaba pan en la cocina, y Emma Ríos tomaba notas frente a la ventana abierta, dejando que el aire fresco despeinara su cabello.
Aún sentía la ausencia de Alejandro como una sombra que no se iba.
Habían pasado semanas desde su partida, y aunque hablaban poco —cartas, breves llamadas—, algo en su voz la mantenía viva.
Sin embargo, esa mañana, un silencio distinto la inquietó.
Alejandro solía enviarle un mensaje al amanecer. Hoy, nada.
Se abrazó a sí misma, intentando ignorar el presentimiento.
En el suelo, Sofía, la pequeña recién llegada, dibujaba con crayones una casa.
Una casa blanca, con tres flores rojas al frente.
Emma se agachó junto a ella.
—¿Qué pintas, Sofi?
La niña la miró con esos ojos enormes, tan dulces como tristes.
—Mi mamá —susurró—. La casa de mamá olía a rosas.
Emma tragó saliva.
El perfume de rosas… igua