El amanecer llegó con un murmullo distinto.
No era el sonido del viento ni de los pájaros sobre la colina; era el zumbido de las notificaciones, el timbre de los teléfonos, las voces murmurando en el pasillo.
Emma Ríos despertó con un mal presentimiento.
Aún le dolía el cuerpo por las heridas del incendio, pero esa mañana, el dolor más fuerte no era físico.
Era el silencio de Alejandro, que llevaba horas al teléfono, hablando con tono bajo pero tenso.
Cuando salió de la habitación, lo vio en el comedor, con el móvil en la mano y el rostro endurecido.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
Alejandro alzó la mirada.
—No entres en redes.
—¿Por qué?
Él vaciló un segundo, pero terminó extendiéndole la tableta que tenía sobre la mesa.
El titular la golpeó como una bofetada:
“Tragedia en Casa Esperanza: negligencia o encubrimiento.”
Emma Ríos, directora del refugio, bajo investigación por incendio intencional.
Sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
Las imágenes mostraban el refugio en llamas, lo