Elías no era una sombra; era un vestigio humano. Estaba allí, bajo el crepúsculo, con la piel curtida por el sol y la barba crecida hasta ocultarle el rostro. Llevaba una chaqueta sucia y un colgante de metal oxidado que pendía sobre su pecho, balanceándose con el viento. Sus ojos, sin embargo, no eran los de un fugitivo: eran los de alguien que había dejado de distinguir entre culpa y odio.
Alejandro mantuvo la mano cerca de su arma, sin apuntar, pero en posición.
—Habla —dijo con voz firme—. Si sabes algo sobre el proyecto, dilo.
Elías sonrió, un gesto torcido que no alcanzaba los ojos.
—Tú no entiendes nada. No vine a hablar… vine a cerrar lo que ustedes abrieron.
Emma dio un paso al frente, ignorando el brazo que Alejandro extendió para detenerla.
—Elías, yo te recuerdo. Eras el único que nos trataba con amabilidad. Nos dabas comida cuando los otros no miraban.
Él rió sin humor.
—¿Amabilidad? Yo era parte del engranaje, Emma. Firmé los reportes. Entregué a los niños. Todos éramos