Las luces blancas del salón de conferencias eran tan intensas que parecían borrar los rostros. Emma parpadeó, sentada frente a un micrófono con el sello de la Fiscalía Internacional grabado en la base. A su derecha, Lucía revisaba documentos; a su izquierda, Alejandro, de traje oscuro, la observaba en silencio. Había periodistas, cámaras, pantallas que proyectaban el logotipo de la organización.
El aire se sentía denso, como si cada palabra pronunciada en ese lugar tuviera el peso de una sentencia.
—Señora Emma —dijo el fiscal principal, un hombre alto, de acento extranjero—, ¿está lista para declarar?
Ella asintió, sus manos entrelazadas sobre la mesa. Había ensayado ese momento tantas veces en su mente, pero nada podía prepararla para lo que significaba hablar frente al mundo.
—Sí. Estoy lista.
El micrófono amplificó su voz, y el eco se extendió por el recinto. Las cámaras se activaron al instante, transmitiendo en directo a varios países. En las pantallas aparecieron subtítulos, no