La tormenta había pasado, pero el aire todavía olía a pólvora y a tierra húmeda. Dentro del refugio, la luz temblorosa de una lámpara de queroseno iluminaba rostros cansados, ojeras marcadas y manos temblorosas que aún no se acostumbraban al silencio. Emma se quedó quieta, observando cómo el humo de la lámpara se elevaba en espirales lentas, como si el mundo respirara con esfuerzo.
Había pasado toda la noche sin dormir. El ataque había dejado grietas en los muros y en el alma de todos. Nora dormía bajo mantas gruesas, Daniel se aferraba a un peluche viejo y Rodrigo vigilaba con un ojo entrecerrado y la pistola sobre la mesa.
En una esquina, Marcos intentaba incorporarse. El color había regresado un poco a su rostro, pero su mirada seguía cargada de culpa.
Emma lo observó desde el otro lado de la habitación. Parte de ella todavía dudaba, otra parte solo quería creer. Después de todo lo que habían perdido, confiar parecía un lujo.
Alejandro apareció desde la puerta, empapado de madrugad