—No puedes dormir… —repitió, y no supe si lo dijo como pregunta o como afirmación.
Negué con un gesto, sintiéndome un poco fuera de lugar en ese salón enorme y silencioso.
—No. Tuve una pesadilla —respondí, bajando la mirada.
Él me observó durante unos segundos que se me hicieron eternos, y luego señaló el sillón frente a él.—Siéntate.
Obedecí, más por instinto que por voluntad. El tapizado era frío, pero la presencia de Alejandro en la misma habitación parecía calentar el aire. Sus dedos largos giraban el vaso lentamente, como si necesitara distraerse con ese movimiento.
—¿Pesadillas frecuentes? —preguntó, sin rodeos.
Tragué saliva.
—A veces. Casi siempre… con el orfanato.
No estaba segura de por qué se lo estaba diciendo. Hasta ese momento había evitado hablar de mi vida allí. Pero la forma en que me miraba, con una mezcla de interés y una cautela que no alcanzaba a ser desconfianza, me hacía querer explicarme.
Pasamos la noche hablando.
—No recuerdo un solo día de mi infancia sin el sonido de las llaves —comencé, casi sin darme cuenta—. Siempre había alguien cerrando o abriendo puertas… pero nunca las mías. Mi puerta siempre estaba cerrada por dentro… no para protegerme, sino para que no pudiera salir.
Alejandro se inclinó un poco hacia adelante, pero no dijo nada.
—Llegué al orfanato con ocho años. Me dijeron que mis padres habían muerto en un accidente. No me dieron más detalles… y creo que tampoco me los hubieran dado aunque los hubiera pedido. Allí… todo lo que no querían que supieras, simplemente no existía.
Jugueteé con el borde de mi manga, buscando las palabras.
—Al principio pensé que podría acostumbrarme. Que si seguía las reglas, me dejarían en paz. Pero no era así. Había reglas invisibles… y castigos que nunca aparecían escritos en ninguna pared.
Me detuve un momento, respirando hondo.
—Nora… —murmuré, y no pude evitar sonreír levemente—. Era la única que me hacía sentir que estaba viva. Compartíamos lo poco que teníamos: una bufanda vieja en invierno, trozos de pan en las noches de hambre… sueños, sobre todo sueños.
Él apoyó los codos sobre las rodillas.
—¿Y por qué decidiste escapar? —preguntó, con una voz grave, pero menos áspera que antes.
Tragué saliva.
—Un día, un niño pequeño, Tomás, fue acusado de robar comida. No lo había hecho… pero lo castigaron igual. Yo intenté cubrirlo, decir que había sido yo… pero eso solo hizo que los golpes fueran para los dos. Aquella noche supe que, si no me iba, terminaría como él: con la mirada rota.
Sus ojos permanecieron fijos en mí. No había compasión en ellos, pero sí un interés silencioso que me mantenía hablando.—No fue fácil salir. No tenía dinero, ni papeles. Ni siquiera sabía adónde ir. Solo… corrí. Y corrí tanto que un día, sin darme cuenta, terminé aquí.
Cuando terminé de hablar, sentí que el silencio se hacía más denso. Alejandro se puso de pie sin apartar los ojos de mí. Caminó hasta un pequeño aparador y sirvió un vaso de agua tibia. Regresó y me lo tendió.
—Bebe.
Al tomarlo, mis dedos rozaron los suyos. Fue apenas un instante, pero suficiente para que un pequeño estremecimiento me recorriera el cuerpo. Él no apartó la mano enseguida, y yo tampoco. Ese segundo se sintió más largo que toda la conversación.
Finalmente, se dejó caer de nuevo en su asiento y habló con una calma extraña:—Ese aviso de búsqueda… lo destruiré.
Mi respiración se detuvo por un instante. Levanté la vista, encontrando sus ojos. Bajo la luz plateada que se filtraba por los ventanales, vi algo distinto en él. Algo que no era compasión, ni lástima, sino… una grieta. Un destello.
Como un rayo que rompe el hielo.
Sentí que las palabras se me atascaban en la garganta, y todo lo que pude hacer fue asentir lentamente.
Por primera vez desde que crucé las puertas del castillo, tuve la sensación de que, tal vez, no estaba tan sola.