—¡P-perdón! —me apresuré a recoger el papel, pero al rozar la punta de su zapato, retiré la mano como si me hubiera quemado.
No me atrevía a mirarlo, pero sentía su mirada fija sobre mí, como un reflector del orfanato que me dejaba expuesta, sin lugar donde esconderme.
—Fuera.
La palabra no fue un grito, pero pesó más que cualquier amenaza. Me enderecé de golpe y salí casi tropezando, cerrando el compartimento con torpeza antes de cruzar el umbral. El aire del pasillo estaba más frío que el del estudio, y aun así me faltaba oxígeno.
Me apoyé contra la pared de piedra, intentando calmar el temblor de mis manos. “Debo irme”, pensé, sintiendo cómo esa idea se enraizaba en mi mente como una maleza imposible de arrancar.
La penumbra del pasillo me envolvía mientras caminaba hacia mi habitación. Cada paso resonaba en el silencio, acompañado del eco de mi respiración agitada. El castillo, en la noche, tenía un peso extraño: las paredes parecían más gruesas, el aire más denso, como si todo quisiera retenerme dentro.
Al llegar a la habitación, cerré la puerta sin hacer ruido. Me dejé caer en la cama, mirando el techo. El miedo me impedía pensar con claridad, pero la decisión estaba tomada: si él tenía ese aviso, significaba que estaba en riesgo. No podía quedarme mucho tiempo más.
Esa noche dormí poco y mal.
En algún momento, los sueños me arrastraron a un lugar que creí haber enterrado. Caminaba por el pasillo del orfanato, con las paredes húmedas y el suelo helado bajo mis pies descalzos. Nora estaba frente a mí, pero no sonreía. Tenía el rostro pálido, los ojos vidriosos. Me extendía las manos, susurrando:
—Emma… ayúdame…
Detrás de ella, la silueta de la Hermana Martha se recortaba contra la luz de un pasillo distante, sonriendo con esa mueca torcida que me había perseguido durante años.
Me desperté de golpe, el corazón latiendo con fuerza. El sudor frío me empapaba la frente. La sensación de peligro era tan real que tuve que encender la pequeña lámpara junto a la cama para convencerme de que estaba sola.
Pero ya no podía volver a dormir.
Me puse un suéter y, en silencio, salí de la habitación. El castillo estaba sumido en un silencio espeso. Bajé las escaleras con cuidado, dejando que la tenue luz de la luna que entraba por las ventanas me guiara.
Necesitaba aire. Tal vez un poco de agua. Algo que me ayudara a calmar esa opresión en el pecho. Al llegar al salón principal, me detuve. Allí estaba él.
Alejandro estaba sentado en uno de los sillones, con un vaso de whisky en la mano. El hielo se había derretido casi por completo, y el ámbar del líquido atrapaba un destello de luz que lo hacía parecer más dorado. Sus piernas estaban cruzadas, y su postura era relajada, pero su mirada estaba fija en un punto indeterminado, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí.
La luz plateada de la luna, filtrándose por los ventanales, suavizaba las líneas duras de su rostro. Por primera vez desde que lo conocí, me pareció menos severo… más humano.
Él giró ligeramente la cabeza al oír mis pasos. Sus ojos me recorrieron de arriba abajo, no con juicio, sino con una curiosidad silenciosa.
—¿No puedes dormir? —preguntó con voz grave y un matiz de cansancio, rompiendo el silencio como si fuera un cristal.