La tormenta había comenzado al caer la tarde, pero nadie imaginó que se quedaría toda la noche. El viento golpeaba contra las ventanas del castillo, las ramas del jardín chocaban como si intentaran derribar los muros, y la lluvia caía en ráfagas que apenas dejaban ver más allá del vidrio.
Daniel llevaba dos días con fiebre, pero esa noche empeoró. Su piel estaba ardiendo, y el sudor empapaba las sábanas. El pequeño gemía entre sueños, murmurando palabras que no podía entender.
Me había pasado las últimas horas a su lado: cambiándole las compresas de agua fría, dándole sorbos de té, vigilando cada respiración. El reloj marcaba las dos de la madrugada y yo ya no sabía qué más hacer.
—Vamos, Daniel… resiste un poco más —susurré, acariciando su cabello húmedo—. Mañana estarás bien, ya lo verás.
Pero no lo creía. La fiebre no cedía. El termómetro marcaba 39.5 y subiendo. Alejandro no estaba en el castillo. Había salido por un asunto de negocios esa tarde y no había vuelto. Clara, la ama de