La tormenta había comenzado al caer la tarde, pero nadie imaginó que se quedaría toda la noche. El viento golpeaba contra las ventanas del castillo, las ramas del jardín chocaban como si intentaran derribar los muros, y la lluvia caía en ráfagas que apenas dejaban ver más allá del vidrio.
Daniel llevaba dos días con fiebre, pero esa noche empeoró. Su piel estaba ardiendo, y el sudor empapaba las sábanas. El pequeño gemía entre sueños, murmurando palabras que no podía entender.
Me había pasado las últimas horas a su lado: cambiándole las compresas de agua fría, dándole sorbos de té, vigilando cada respiración. El reloj marcaba las dos de la madrugada y yo ya no sabía qué más hacer.
—Vamos, Daniel… resiste un poco más —susurré, acariciando su cabello húmedo—. Mañana estarás bien, ya lo verás.
Pero no lo creía. La fiebre no cedía. El termómetro marcaba 39.5 y subiendo. Alejandro no estaba en el castillo. Había salido por un asunto de negocios esa tarde y no había vuelto. Clara, la ama de llaves, dormía, y el resto del personal ya se había retirado.
No podía esperar más.
Salí al pasillo y busqué a Matías, el único sirviente que sabía conducir. Lo encontré revisando unos papeles en la pequeña oficina junto a la cocina.
—Matías —dije, con voz firme aunque por dentro temblaba—. Necesito que lleve a Daniel al hospital. Ahora.
Me miró sorprendido.
—Señorita Emma… no sé si el señor Alejandro…
—No hay tiempo para preguntar. Si esperamos a que él regrese, podría ser demasiado tarde. Por favor.
Mi urgencia lo convenció. En pocos minutos, tenía el coche listo. Envolví a Daniel en una manta y lo cargué en brazos hasta el vehículo. El viento y la lluvia me golpeaban la cara, pero no me importaba.
El camino al hospital fue lento y tenso. La carretera estaba mojada y apenas se veía un metro delante. Daniel respiraba con dificultad, y yo sentía que mi corazón quería salirse del pecho.
Al llegar, corrí a la recepción.
—Tiene fiebre alta, lleva dos días así —expliqué rápido. Una enfermera lo llevó de inmediato.
Me quedé en el pasillo, empapada y con las manos frías, mirando cómo desaparecía tras la puerta. Sentía un peso en el pecho, una mezcla de miedo y agotamiento.
Fue entonces cuando escuché una voz conocida.
—Emma…
Me giré, y ahí estaba María, la mujer de Casa Nueva Luz. Vestía un impermeable verde oscuro y me miraba con una mezcla de sorpresa y alivio.
—Eres tú… —dijo, acercándose—. ¿Dónde has estado? Un día simplemente desapareciste.
Mi mente buscó una excusa rápida. No podía decirle la verdad.
—Mis familiares me encontraron —mentí, intentando sonar convincente—. Me llevaron con ellos… y ahora trabajo cuidando a un niño.
María frunció el ceño, como si no terminara de creerme, pero no insistió.
—Me alegra que estés bien. Nos preocupamos mucho… Pensamos que algo malo te había pasado.No supe qué responder. El recuerdo de aquella noche, cuando escuché la conversación sobre tráfico de mujeres, me apretó el estómago.
Antes de que pudiera seguir preguntando, escuché pasos apresurados. Alejandro apareció en el pasillo, empapado de lluvia, con el cabello pegado a la frente y los ojos oscuros clavados en mí.
— Emma.
El simple sonido de mi nombre en su voz me hizo enderezarme.
— ¿Qué pasó? —preguntó, mirando de inmediato hacia la puerta por donde se habían llevado a Daniel.
— La fiebre no bajaba… tuve que traerlo.
Él asintió, sin reproches. Ni una sola palabra sobre romper la regla de no salir.
— Hiciste lo correcto —dijo, y algo en su tono me alivió más que cualquier medicamento.
María nos observaba, curiosa. Antes de que pudiera intervenir, yo misma me adelanté:
— Este es… mi tío —improvisé, poniendo una mano en el brazo de Alejandro. Él, para mi sorpresa, no me corrigió.
Alejandro le dedicó a María una breve inclinación de cabeza de manera de saludo, acto seguido la mujer se retiró lentamente y luego Alejandro volvió su atención a mí.
— Ve a descansar. Yo me quedaré con Daniel.
— No, yo… —quise protestar, pero sus ojos me detuvieron.
— Emma —dijo, más suave—. Llevas dos días sin dormir. Te vas a enfermar tú también.
No supe qué responder. Me senté en una de las sillas del pasillo, con la intención de quedarme despierta, pero el cansancio ganó. La última imagen que vi antes de que el sueño me atrapara fue a Alejandro de pie junto a la puerta de la habitación, vigilante.
* * *
Emma se había quedado dormida en cuestión de minutos, vencida por el cansancio. La luz tenue del pasillo se filtraba por la puerta entreabierta, dibujando un contorno suave en su rostro. Tenía el cabello desordenado, algunos mechones pegados a la frente húmeda, y sus manos reposaban juntas, como si aún sostuvieran invisible la seguridad de Daniel.
Alejandro permanecía de pie, observándola en silencio. No había en su mirada la severidad habitual, sino una extraña mezcla de curiosidad y algo más… algo que no quería admitir ni siquiera para sí mismo. Cada respiración tranquila de la joven parecía derribar un ladrillo de los muros que él había construido a su alrededor.
No podía explicar por qué, pero esa imagen —tan simple y tan ajena al mundo frío del castillo— lo dejó inmóvil. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que su soledad no era tan impenetrable como creía.
* * *
No sé cuánto tiempo dormí. Cuando abrí los ojos, el pasillo estaba en penumbra y el murmullo de la lluvia seguía de fondo. Me sentía extrañamente ligera, como si hubiera soltado un peso que llevaba semanas cargando.
Al otro lado de la puerta, escuché la voz baja de Alejandro hablando con un médico. No alcancé a entender las palabras, pero por el tono deduje que Daniel estaba fuera de peligro.
Cuando él salió, su mirada se suavizó al verme despierta.
—Ya puedes verlo. Está dormido, pero la fiebre bajó.
Asentí, con un nudo en la garganta. Quise darle las gracias, pero las palabras se quedaron atascadas.
Él caminó junto a mí por el pasillo, y por un momento, olvidé el frío, la tormenta y el miedo.
Sentí que, aunque no lo dijera en voz alta, me había protegido. Y algo dentro de mí empezó a cambiar.