La noche aún pesaba sobre la ciudad, húmeda y cargada de un silencio extraño. Alejandro y Lucía, vestidos de negro y con mochilas ligeras, se desplazaban por la periferia de la fundación Santillán. Era una fachada elegante a plena luz del día, un lugar que se suponía filantrópico, lleno de donaciones y balances transparentes, pero que en la penumbra se revelaba como lo que realmente era: una guarida de secretos.
Lucía, con el cabello recogido en una coleta firme, caminaba con un temple que Alejandro reconoció como el mismo que había tenido su padre en los momentos más críticos. Él, a su lado, sentía el cosquilleo de la adrenalina en la piel. No era un simple reconocimiento, no aquella vez. Había algo en la calma de los alrededores, en la ausencia de guardias en ciertas esquinas, que les gritaba que ese era el instante para dar el golpe.
—¿Seguro que quieres hacerlo ahora? —susurró Alejandro, con la pistola ajustada bajo la chaqueta.
Lucía clavó sus ojos en la entrada lateral del edifi