El motor de la camioneta vibraba como un animal furioso, rugiendo contra el silencio del bosque mientras devoraba kilómetros de tierra y piedras. Cada curva era un latigazo que sacudía a los pasajeros, cada bache un recordatorio brutal de que seguían vivos, de que aún corría sangre por sus venas pese a la emboscada que casi los arrasa minutos atrás.
Alejandro conducía esta vez, con la mandíbula apretada y los ojos fijos en el camino, aunque apenas podían llamarlo camino: una vereda estrecha, apenas iluminada por los faros, que se adentraba en la espesura como si buscara tragarlos. Sus nudillos estaban blancos de la fuerza con que sujetaba el volante, y la herida en su hombro seguía sangrando bajo la chaqueta.
Emma estaba a su lado, en el asiento del copiloto, presionando la tela contra la herida con una mano firme mientras con la otra lo sostenía del brazo. No podía apartar la vista de él: cada gota de sangre que escapaba era un puñal en su pecho.
—Tienes que dejarme curarte —dijo al