La madrugada había caído silenciosa sobre el bosque. La fogata, reducida a brasas, arrojaba un resplandor débil que apenas iluminaba los rostros agotados. Emma se encontraba recostada contra Alejandro, su respiración acompasada después de las horas de desvelo y caricias que habían compartido en la penumbra. Parecía un instante robado al destino, un oasis en medio de la guerra.
Pero Alejandro no dormía. Con el oído atento a cada crujido del bosque, mantenía la pistola cerca de la mano. Había aprendido a desconfiar de la calma; demasiado a menudo, la quietud era el preludio del desastre.
Y no se equivocaba.
Un sonido sordo, metálico, retumbó en la distancia. El crujir de ramas quebradas. Luego, luces. Focos potentes atravesando los árboles como cuchillas blancas.
Alejandro se incorporó de golpe.
—¡Despierten! —rugió, sacudiendo a Emma con suavidad pero con urgencia.
Ella abrió los ojos sobresaltada, y al ver su expresión supo que algo iba mal.
—¿Qué ocurre?
—Nos encontraron.
Mateo saltó