La camioneta avanzaba sin piedad por carreteras desiertas, devorando kilómetros en la madrugada. Emma iba en la parte trasera, atrapada entre dos hombres de mirada vacía, con las muñecas atadas y el corazón latiéndole tan fuerte que sentía que le iba a desgarrar el pecho. La brisa que entraba por las rendijas olía a humedad y gasolina, pero lo único que ella podía sentir era el vacío en sus entrañas.
Alejandro la había entregado.
La imagen se repetía una y otra vez en su mente como un látigo: su mano soltándose de la de él, la expresión atormentada en sus ojos, y el coche alejándola de lo único que le había dado refugio. Había jurado que nunca la soltaría, y aun así lo había hecho.