La carpeta seguía entre sus manos, pesada, áspera, como si cada hoja quemara la piel. Alejandro la apretaba con los dedos entumecidos, pero ya no podía verla. Ya no podía pensar en ella. Su mirada estaba perdida en la nada, hundida en un vacío que lo devoraba desde adentro.
El muelle estaba casi desierto. Los pasos de los hombres de Don Martín ya se habían desvanecido entre la niebla, y el coche que se había llevado a Emma no era más que un recuerdo lejano en la carretera. Pero para Alejandro, cada eco, cada sombra, cada olor a sal y hierro seguía ahí, marcándole la piel como una cicatriz que nunca sanaría.
Se dejó caer de rodillas en el suelo húmedo, sin poder respirar.
—¿Qué he hecho…? &mda