El amanecer llegó sin clemencia, incrustando su luz pálida a través de las persianas como agujas que pretendían coser los bordes de una noche imposible de cerrar. Alejandro no había pegado un ojo. Tenía las manos heladas y el cuerpo encendido por dentro, una fiebre que no venía del cuerpo sino de la culpa. Caminaba por la sala con pasos cortos, medidos, como si necesitara asegurarse de que el suelo aún era el mismo, de que el universo no había decidido desintegrarse alrededor de él en el instante exacto en el que dejó a Emma irse con los hombres de Don Martín.
Mateo lo observaba desde el borde del sofá, encorvado, las manos entrelazadas sobre las rodillas. De vez en cuando clavaba los ojos en el suelo como si ensayara la paciencia, pero la mandíbula marcada por los apretujones del resentimiento hablaba por él sin palabras. Clara dormitaba apoyada en su hombro; había insistido en quedarse despierta, pero el cansancio de la adrenalina rota la había vencido. Aun dormida, su rostro tenía