La tarde se había pintado con tonos anaranjados que entraban a través de las cortinas del apartamento. El calor suave del sol bañaba cada rincón como si intentara limpiar las heridas invisibles que todos cargaban consigo. Pero allí, en la habitación principal, el tiempo parecía detenido. Alejandro y Emma se encontraban frente a frente, los ojos atrapados en un vaivén de emociones tan intensas que era difícil distinguir cuál dominaba: el amor, el dolor, la culpa o la esperanza.
Emma había pasado la noche en vela, escuchando la respiración de Alejandro mientras él dormía a su lado. Cada exhalación era un recordatorio de que lo tenía con vida, pero también una tortura, porque en su pecho había crecido un miedo imposible de sofocar: ¿qué pasaría si lo perdía? La sola idea la desarmaba, como si todo su mundo estuviera sostenido por un hilo demasiado fino.
Ale