Se fueron. El pasillo olía a café viejo y a madrugada. Al bajar las escaleras, Alejandro sintió algo que no había sentido en toda la noche: un hilo de dirección. No era alivio; era una cuerda tensa que iba a un punto claro. La llave pesaba contra su costilla como un latido ajeno.
La estación fluvial, a esa hora, parecía un esqueleto ordenado. Los locales cerrados, las luces frías, uno que otro guardia con cara de resaca. El casillero 19 estaba al final de la segunda hilera, azul descascarado, una cifra pintada que parecía más reciente que las demás. Alejandro metió la llave sin titubear. Giró. Abrió.
Dentro había un sobre manila delgado, una bolsa plástica transparente con una cadena de plata y una medalla con una L diminuta, y un cuaderno pe