El muelle había quedado en un silencio extraño después del disparo. El eco todavía vibraba en los contenedores, como si el metal mismo hubiese absorbido la violencia del momento. El cuerpo de Esteban permanecía de rodillas, tambaleante, con la mano presionando la herida en su abdomen. La sangre goteaba y se mezclaba con el agua salobre del suelo, formando un charco oscuro que parecía devorarlo poco a poco.
Isabela seguía apuntándole, las manos firmes pero los ojos desbordados de lágrimas. No podía apartar la mirada de su hermano. Había pasado la vida entera bajo su sombra, justificando sus actos, defendiéndolo incluso cuando sabía que estaba equivocado. Y ahora lo había traicionado del modo más irreversible.
—¿Cómo… cómo pudiste? —jadeó Esteban, la voz cargada de dolor y rabia.
Ella tragó saliva, ahogada por el peso de lo que acababa de hacer.
—Porque ya no eres mi hermano. Eres… un monstruo.
El rostro de Esteban se crispó, pero no hubo tiempo para más. Uno de sus hombres gritó una or