El apartamento estaba en silencio, pero no era un silencio apacible. Era uno denso, cargado de tensión, como si las paredes hubiesen absorbido la llamada misteriosa que Mateo había recibido horas antes y ahora respiraran con ellos, recordándoles una y otra vez esas palabras imposibles: “Tu hermana no está muerta”.
Alejandro no había dormido. Llevaba la camisa desabrochada, el cabello despeinado, los ojos inyectados en sangre por la vigilia. Se había quedado junto a la mesa, el teléfono frente a él como si pudiera arrancarle respuestas con solo mirarlo. Sus dedos tamborileaban sin descanso, una furia contenida bajo la piel.
Emma lo observaba desde la puerta. Ella tampoco había podido conciliar el sueño; había estado recostada en la cama, pero cada vez que cerraba los ojos veía el rostro atormentado de Alejandro, escuchaba su respiración agitada y sentía su dolor como si fuese suyo.
Avanzó hacia él en silencio, sus pies descalzos apenas rozando el suelo. Colocó una mano suave en su homb