El muelle entero vibraba con el eco de pasos y voces que los rodeaban. El olor a óxido y sal se mezclaba con el de combustible y sudor, una atmósfera espesa que apretaba los pulmones. Emma sintió que el aire le faltaba, pero se aferró al brazo de Alejandro, como si aquel contacto fuera el único ancla que le impedía derrumbarse.
Las luces que los encandilaban desde lo alto revelaban todo: los contenedores, las sombras de los hombres armados apostados en los techos, y el pasillo estrecho en el que habían quedado atrapados. Y entonces, como un actor que entra en escena, Esteban apareció frente a ellos. Caminaba despacio, con una sonrisa torva en el rostro y el arma brillando en su mano derecha. A su lado, dos hombres arrastraban a Clara.
El grito de Mateo desgarró la madrugada.
—¡Clara!
Ella estaba débil, con la ropa rasgada y el rostro cubierto de moretones. Una venda sucia le apretaba la frente, y sus manos estaban atadas. Aun así, sus ojos se iluminaron al ver a Mateo, un brillo de es