El amanecer se filtraba tímido entre las cortinas, tiñendo de dorado el apartamento. El aire olía a café recién hecho, pero la calidez de la rutina era apenas un disfraz: todos sabían que la calma era frágil, un espejismo a punto de romperse.
Alejandro estaba de pie junto a la mesa, el colgante de Lucía aún reposando sobre la madera. Lo había observado durante horas, incapaz de apartar los ojos de ese objeto que era al mismo tiempo un recuerdo y una herida. Su mandíbula permanecía tensa, sus dedos tamborileaban sobre la superficie, y cada tanto se llevaba una mano al cabello, como si necesitara contener una tormenta que amenazaba con desbordarlo.
Mateo, sentado frente a él, lo miraba con el ceño fruncido. La taza de café entre sus manos se enfriaba sin que la tocara.
—No tiene sentido darle más vueltas —dijo al fin, rompiendo el silencio—. Ese colgante puede ser una trampa. Un anzuelo para que salgas corriendo hacia donde ellos quieran.
Alejandro levantó la mirada, sus ojos oscuros ca