El claro en el que se habían detenido parecía un remanso de calma en medio de la tormenta, pero todos sabían que era apenas un espejismo. El aire olía a tierra húmeda, a hojas agitadas por el viento, y sin embargo el miedo seguía latente, colgando de sus pechos como una piedra que no les permitía respirar con libertad.
Emma permanecía sentada en el asiento del copiloto, con los dedos entrelazados a los de Alejandro, como si necesitara sentir su piel para recordar que seguía viva. Cada latido de su corazón era un golpe apresurado, cada respiración un esfuerzo. Y aun así, cuando levantó la mirada y encontró los ojos de él, se sintió un poco más fuerte.
—Te dije que no iba a dejar que me llevaran —murmuró, apenas un suspiro, pero con la convicción de una promesa.
Alejandro se inclinó hacia ella, apoyando su frente en la suya. Sus ojos oscuros ardían con una mezcla de rabia y ternura.
—Y yo te prometí que jamás volverías a sufrir por culpa de ese hombre. Que no voy a permitir que Don Mart