Isabella
El salón privado del restaurante Bella Luna estaba impregnado de poder y testosterona. Cinco hombres de edades diversas pero con la misma mirada calculadora ocupaban sus lugares alrededor de la mesa de caoba. Todos vestían trajes impecables que ocultaban sus pecados bajo capas de seda italiana. Ninguno portaba armas visibles, pero sabía que cada uno tenía al menos tres guardaespaldas apostados estratégicamente en el perímetro.
Yo era la única mujer en la habitación.
Ajusté mi vestido negro —sobrio, elegante, sin concesiones a la vanidad— y me senté en la cabecera que había pertenecido a mi padre. El silencio era denso, casi palpable. Cinco pares de ojos me estudiaban como buitres evaluando si la presa estaba lo suficientemente débil para atacar.
—Caballeros —dije, manteniendo mi voz serena mientras el camarero servía vino tinto en nuestras copas—. Agradezco su presencia en esta reunión.
Salvatore Ricci, el más anciano de los cinco, con sus setenta años y cabello plateado, fue