Isabella
Milán huele distinto a Roma.
Más agresivo. Más falso. Más… sucio.
Me bajo del coche negro sin placas con las gafas oscuras aún en el rostro. El conductor, un hombre de mandíbula cuadrada y silencio bien entrenado, ni siquiera intenta despedirse. Lo agradezco. No quiero amabilidad ahora, ni gestos huecos de caballerosidad.
Quiero sangre.
Y poder.
Y la corona que mi padre dejó caer al suelo cuando su pecho se llenó de plomo.
—Bienvenida, signorina Morelli —saluda una voz detrás de mí.