Valery abrió los ojos mucho antes que el amanecer, como si una alerta primitiva la hubiese despertado desde lo más profundo de su ser.
La habitación permanecía sumida en una penumbra espesa, apenas acariciada por los tonos grises que se filtraban por las cortinas pesadas de la cabaña, todo estaba en un silencio reverencial, salvo por el ritmo constante y acompasado de la respiración de Jacob, que dormía a su lado con una paz que parecía sagrada.
Su pecho se elevaba y descendía lentamente, su cuerpo desnudo cubierto por las mantas hasta la cintura, y su rostro, relajado y vuelto hacia ella, irradiaba una serenidad que parecía protegerlo incluso de sus propias pesadillas.
Desde afuera, se colaban tenues crujidos de ramas y el ulular lejano de una lechuza, como si el bosque mismo custodiara ese momento, un aire frío se coló por el borde de la ventana, contrastando con el calor acogedor que envolvía la estancia.
A pesar de la calma, Valery sentía que el tiempo se deslizaba con una inquiet