Aunque la habitación era amplia, la presencia de tantas personas la hacía sentirse claustrofóbica, casi asfixiante.
Las cortinas, pesadas y de un color borgoña apagado, apenas dejaban filtrar la luz del atardecer, que caía en haces dorados sobre las alfombras tupidas.
El aire olía a incienso y a algo más tenue pero persistente: la mezcla inconfundible de preocupación y fatiga acumulada.
Nora había hecho lo imposible para mantener a todos fuera. Plantado como un guardián férreo frente a la puerta, sus ojos brillaban con una mezcla de rabia y temor. Pero tras una lucha de ruegos y súplicas cada vez más apremiantes, su resistencia se quebró.
Cedió al fin, abriendo paso para que el pequeño grupo de allegados entrara a la habitación. Ahora estaban allí, dispersos en posiciones incómodas: algunos apoyados contra la pared, otros sentados rígidamente en las sillas cercanas, y los más atrevidos, al borde mismo de