El silencio y la quietud de la noche perturbaban todo.
Era un silencio tan espeso que parecía tener peso propio, aplastando cada pensamiento, cada intento de distracción. Solo el chisporroteo lejano de una vela a punto de extinguirse y el vaivén imperceptible de las cortinas, movidas por un viento indeciso, daban señales de que el mundo aún existía más allá de esa habitación.
Yo seguía junto a Nuriel, sin noción alguna del tiempo.
Las horas se habían desvanecido, confundidas entre la vigilia y la esperanza. La rutina de esperar su despertar se había convertido en mi nueva realidad.
Fue entonces cuando escuché el leve crujido de la puerta. No me moví. No necesitaba mirar para saber quién era.
Los pasos suaves, medidos, con ese aire de ceremonia en cada movimiento, solo podían pertenecerle a una persona: Nora.
—¿Aún no te has ido a descansar? —preguntó en voz baja, aunque su tono llevaba esa reprimenda su