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El amanecer era apenas una insinuación cuando dejé la fortaleza.

Sin escoltas.
Sin despedidas.
Sin magia.

Solo yo, una capa gris, un par de botas desgastadas, y la brújula rota de mi pecho. Porque no se trataba de encontrar un lugar, sino una respuesta. Y la única voz que aún no había escuchado era la de la luna.

O eso creía.

El bosque sagrado lunar no tenía nombre.

O quizás lo tuvo, pero nadie se atrevía a pronunciarlo desde la Caída del Tercer Reino. Decían que all&iacu

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