Al día siguiente, Gabriele despertó con un abismo enorme en el pecho. No fue la luz del sol lo que lo sacó del sueño, sino esa punzada que le atravesaba el corazón. Instintivamente, extendió la mano al otro lado de la cama, pero no encontró a Luciano allí. Solo quedó un espacio frío y vacío. Se incorporó lentamente, como si algo invisible lo sujetara, y al bajar a la cocina, una escena que ya le resultaba demasiado familiar lo golpeó con fuerza: Luciano tampoco estaba en el comedor ni en la sala. No había ni rastro de su voz, su risa… ni siquiera una nota.
—Se fue… otra vez —susurró Gabriele, sintiendo cómo esa sensación de soledad se expandía dentro de él, como si abriera una grieta en su corazón.
La voz del ama de llaves cortó bruscamente sus pensamientos.
—Buenos días, señor Gabriele —dijo, deteniéndose unos pasos a su lado.
— ¿Desea desayunar algo?
Gabriele tardó unos segundos en responder. Seguía cargando con el peso de la noche anterior, con esas palabras que no lo dejaron dorm