Los días empezaron a mezclarse uno con otro, como hojas que caen en silencio en un bosque donde nadie pasa. Luciano salía temprano, aún con las sombras suaves de la mañana en la casa, y regresaba cuando la noche ya había caído por completo, con los ojos rojos por las pantallas y la camisa arrugada en los codos. Gabriele se quedaba en casa, solo con algunos empleados que caminaban en puntas de pie, como si temieran perturbarlo. Las paredes parecían hablarle, pero no con voces suaves, sino con ecos del vacío. Cada rincón de la casa parecía susurrar su nombre. La ausencia de Luciano no era solo una sensación; se sentía como una presencia tangible, un vacío que parecía mirarlo desde cada sombra, cada silla vacía, incluso desde el lado frío de la cama. Al principio, solo era impaciencia, una espera inquieta por escuchar sus pasos cruzar la puerta. Luego llegó la frustración, y ahora... ahora era pura ansiedad. Aunque Gabriele seguía yendo a terapia, había días en los que el miedo volvía si