Vicky, junto a su pequeña Tory, su abuelo y el hombre que manejaba la camioneta, estaban llegando a la ciudad. A lo lejos ya se distinguían los colores neón de aquella urbe que nunca dormía, con su bullicio inconfundible, su caos y su promesa de refugio. Por primera vez en días, Vicky pudo sentir una pizca de tranquilidad, aunque su mente y su corazón seguían atrapados entre la preocupación y el miedo por los suyos.
El auto se detuvo frente al hotel. Casi una hora después, se encontraba nuevamente en la misma habitación donde había vivido esos días maravillosos… solo que ahora, el ambiente tenía un aire completamente distinto. El lugar parecía una sala salida de una novela de espionaje: teléfonos intervenidos, maletines de seguridad, y un par de hombres apostados en la puerta. Aun así, ese rincón seguía siendo su refugio.
Con la suavidad que le daba la maternidad, Vicky cargó a la pequeña Tory y la llevó hasta la habitación contigua. La recostó con cuidado en la cama, la cubrió con su