Dos días después, la familia Falcone aterrizó en el aeropuerto de Texas a bordo de su jet privado, rodeada de un operativo de seguridad extremo. Michael se había encargado personalmente de cada detalle a la salida de Boston. Con su equipo coordinado y en comunicación constante, había diseñado un plan meticuloso para garantizar que ningún intruso se acercara a los suyos.
Sin embargo, al descender del avión, frunció el ceño al ver la cantidad de cámaras, micrófonos y rostros curiosos esperándolos tras las vallas.
—Malditos periodistas —masculló entre dientes, mientras su padre ayudaba con elegancia a su esposa a bajar las escaleras del avión.
Peter, por su parte, sonreía satisfecho, completamente ajeno al caos. Su reconciliación con su sirena lo tenía más feliz que un perro con dos colas. Había aceptado encantado la idea de viajar a Texas, convencido de que ese cambio de aire lo sacaría del ojo del huracán mediático y de los malentendidos provocados por su exesposa, esa loca histérica