La noche había caído como una sábana húmeda sobre la propiedad; la casa olía a madera y a cítricos y, en la distancia, el rumor del mar era una promesa lejana. Vicky había terminado de arrodillarse junto a la cama de Tory, peinándole el cabello con movimientos lentos hasta que la respiración de la niña se volvió regular y somnolienta. La pequeña se acurrucó, y Vicky permaneció unos segundos más, escuchando esos soplos que siempre la dejaban sin aliento. Luego salió sin hacer ruido, cerró la puerta con la dulzura de quien protege una llama y se encontró con Rodrigo en el pasillo, como si él hubiese estado allí esperando la oportunidad de verla sin testigos.
Nunca la presencia del hombre había sido tan contradictoria: imponente y a la vez frágil; autoritaria y, en ocasiones, patéticamente humana. Sus ojos, más cansados que duros, la miraron sin reproche, pero con urgencia contenida.
—No soy un monstruo, Victoria —dijo Rodrigo con voz grave, apenas un susurro que la noche quiso tragarse—