Michael ya tenía un culpable y, gracias a sus contactos, también contaba con un número telefónico. No obstante, sus técnicos no lograron rastrear la ubicación del Cuervo: el viejo zorro colgó antes de que pudieran ubicarlo. La atenta voz del informático le devolvió datos fríos sobre la pantalla.
—La dirección IP nos arroja a varios lugares… todos en el sudeste asiático —informó, cauteloso.
Michael apretó la mandíbula hasta que le dolieron las mandíbulas. Aquello no lo detendría. Si el Cuervo se movía como sombra, él buscaría cada rendija, cada cable, cada empresa pantalla. No permitiría que la sangre de su familia se quedara en manos de nadie.
—Creo que iré a la delegación, señor Falcone. No me necesitan en este momento —dijo Chávez con su voz comedida.
Michael no quiso discutir. Algo en el policía le resultaba incómodo: quizás el brillo en su mirada, quizá la manera en que evitaba quedarse a solas con ellos. Le hizo un gesto para que se marchara.
—¿Y si este tipo nos llama? —preguntó