El rugido de la moto se fue apagando mientras llegaban a un viejo acantilado en las afueras de Moscú, donde el mar rompía con violencia contra las rocas. El cielo estaba gris, cubierto de nubes, y el viento helado traía consigo el olor a sal y tormenta lejana.
Konstantin apagó el motor, se quitó el casco y bajó primero. Luego ayudó a Kira a hacerlo con una delicadeza que no encajaba con su figura dura ni con su fama. Ella no decía nada, solo caminó unos pasos hacia la baranda oxidada del mirador, con la mirada perdida en el horizonte.
El mar bramaba. Kira se abrazó a sí misma, temblando. Konstantin se acercó por detrás y la envolvió con su abrigo, sujetándola con fuerza contra su pecho.
—Llora —murmura, con la voz ronca—. No lo tragues. No hoy.
Ella obedeció. El llanto se volvió a brotar, ahogado primero, luego cada vez más desesperado. Su cuerpo se sacudía en espasmos mientras él la sujetaba sin decir una palabra, su mentón apoyado en la cabeza de Kira, sus brazos apretados con fuerz