La noche era un silencio cargado de muerte.
Konstantin observaba el contorno de la mansión a través del visor térmico de su rifle, oculto entre la maleza. A su lado, Alejandro, Matías y Hugo mantenían los auriculares puestos, murmurando en clave mientras el resto del equipo se dispersaba en formación. Las órdenes eran claras: infiltración rápida, sin dejar rastros. La vida de Kira pendía de un hilo.
—Allí está —murmuró Alejandro, apuntando con su mira láser—. Primer piso. ¡Ay del norte! Iandra tenía razón.
Konstantin ascendió, su rostro impasible, pero su mandíbula tensada al borde de mameluco. La imagen térmica mostraba varias siluetas en toda la casa... dos de ellas sobre una cama. Tranquilas. La rabia le ardía en las venas, contenida apenas por el entrenamiento de años.
—Entramos en tres... dos... uno. Vamos.
Se desataron como sombras. Dieciséis hombres. Rifles automáticos con silenciadores. Cuchillos afilados. Rostros sin expresión. La muerte en su máxima precisión.
Los primeros d